Pasaron un par de
semanas desde el "Día D" (Igual un poco tópico lo del Día D). No
había electricidad y el agua empezaba a escasear. Desde el instante en que en
fui consciente de la realidad, aprovisioné agua y comida enlatada. Llené la
nevera de botellas y cualquier tipo de recipiente con agua; me haría falta .
También guardé los alimentos que sabía que tardarían menos en ponerse en mal
estado y comía y bebía lo menos posible. Como era de esperar el agua dejó de
llegar, y eso me llevó a plantearme tener que salir para sobrevivir en algún
momento.
Vivía en un quinto
piso, en una calle antes muy transitada, con una boca de metro frente a la
puerta de casa y contigua a mi portal, una farmacia y una tienda de
ultramarinos. Como supondréis, todo estaba destrozado y apenas quedaba nada. La
gente, al conocer la noticia de la plaga, comenzó a robar y a saquear los
comercios, y yo... Llamadme cobarde si queréis pero no participé. Ahora que el
agua y los alimentos son la moneda del mundo, cualquier persona puede ser un
ladrón o un asesino, porque la pregunta en cuestión es: "¿Hasta dónde
llegarías por sobrevivir?" Muchos habréis pensado que en una situación como
esta, lo primero sois vosotros, o vuestras familias, si alguien se interponía
en vuestro modo de seguir viviendo, ¿qué haríamos? ¿Llegaríamos a matar por
seguir respirando? Es la ley del más
fuerte, por desgracia en mi camino he tenido que matar y me han arrebatado a
gente... Como si no tuviésemos ya suficientes problemas con los caminantes...
Los primeros días, desde mi ventana, los veía, andando despacio, sin rumbo fijo, con la mirada perdida y aullando. Aquellos aullidos que por la noche te helaban la sangre.Desde entonces no he vuelto a dormir en condiciones: gritos desgarradores, disparos de madrugada, llantos... Siempre estaba con un ojo abierto, porque, aunque por aquel entonces vivía a una altura considerable, siempre tenías el temor de que una horda de aquellas cosas entrara por tu puerta, y ahí sí que no había salida posible.
Pasaban los días y la
comida y el agua escaseaban, pero la idea de que en un futuro no muy lejano
tendría que salir a buscar más me aterraba. Cada mañana me plantaba frente al
mirador de mi casa y veía muerte. La gente salía a las calles en busca de sus familiares y amigos o a buscar
comida para intentar seguir vivo otro día más, pero muchos de ellos no regresaban ya. Aquellas
criaturas se guiaban por el ruido, y con el enorme índice de criminalidad que
había en las calles, si no te mataba un caminante, lo haría alguna
"persona", si podemos seguir llamándonos así.
Con los días fui fijándome en mis vecinos más próximos, personas que, como yo, se habían negado a abandonar sus hogares y se sentían falsamente protegidos en las alturas. Me llamó la atención una casa en particular. Un padre y una hija que cada mañana se sentaban en el salón a desayunar lo poco que tenían. Tenía algo de cierta ternura aquella estampa. Ver a una familia, o lo que quedaba de ella, sentarse en el salón a desayunar, con una sonrisa en la cara, me daba esperanza; esperanza para seguir. Me daba fuerzas para aguantar otro día más en aquella locura.
El padre solía salir de casa al menos una vez al día, mientras la pequeña se quedaba en casa jugando con un osito. Desconocía si la pequeña era consciente de la situación y cómo se lo habría explicado su padre. Solo estaban ellos dos, por lo que me preguntaba qué habría sido de su madre: ¿estaría viva? ¿O ahora era una sombra más en aquel mar de muerte? Quizá había muerto años atrás de cáncer, o por un accidente de tráfico...
Sí, a veces la mente se me iba por completo en divagaciones absurdas, pero la soledad también pasa factura.
Con el paso de los días, la pequeña se dio cuenta de mi presencia y nos pasábamos horas jugando a los personajes. Utilizábamos unos prismáticos y una pizarra blanca de rotuladores, de esos que se pueden borrar después de pintar con ellos. También entablé "amistad" con su padre, con el cual jugaba largas partidas de ajedrez ayudándonos de la pizarra y los prismáticos. Las partidas eran infinitas, pero si algo nos sobraba era tiempo.
Los días se hacían más amenos. Eran lo más parecido a unos amigos que tenia por entonces y reconozco que esos juegos y esas "conversaciones" eran ya parte de mi rutina. He de decir cuáles eran sus nombres, pues nunca me olvidaré de ellos, me dieron fuerza cuando más la necesitaba, me hicieron darme cuenta de la situación, el simple hecho de que otra persona interactúe contigo, en la situación en la que estaba, te hacía no perder la cabeza. Se llamaban Carol y Roberto.