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Cuando salimos
de la reunión con respecto a la salida que haríamos por los túneles del metro,
subí a mi casa. No me apetecía estar con nadie que no fuera Sara. No me gusta
hablar mucho de mis sentimientos… Creo que para sobrevivir no hay que pensar
demasiado en lo que perdimos, no podemos vivir en el pasado… Pero aquella casa
atraía recuerdos de mi antigua vida. Ya os dije que vivía con mis padres, era
hijo único así que estaba muy unido a ellos, éramos una familia modesta, de
clase media, nos gustaba viajar, conocer lugares nuevos. He de confesar que era
un adolescente bastante problemático, drogas, fiestas, chicas… No sé bien cómo
supieron encarrilarme y hacerme entrar en razón. En ese momento me paré a
pensar, cuando entré en la puerta de mi casa, que nunca más me recibirían.
Nunca mas volvería a discutir o a reír con ellos, a tomar unas cervezas con mi
padre, a darle un nieto a mi madre, jamás verían si me habría convertido o no
en un hombre de provecho, con un buen trabajo, una preciosa mujer y unos
adorables niños… Sé que era lo que esperaban de mí y ahora nunca lo tendrán. A
veces tenía la pequeña esperanza de que siguieran vivos, pero pasaban los días
y nadie venía a buscarme. Recuerdo que las mañanas de sábado antes de todo
esto, me levantaba con el olor que salía de la cocina. Huevos fritos, bacón,
tostadas con quesitos, paté, embutido. Desayunábamos los tres juntos, sin
prisa. Los domingos eran aún más especiales, cuando había mundial de motociclismo,
me sentaba con mi padre en el salón a disfrutar de las carreras… Nos encantaba.
Al recordar
estas cosas, me derrumbé. Me senté en el sillón favorito de mi padre y estuve
horas llorando hasta que me quedé dormido. A la mañana siguiente cuando desperté,
pensé que todavía era de noche, el invierno se acercaba y los días grises
empezaban a abundar, el Sol poco a poco nos iba dando la espalda y comenzaba a
recibirnos el frío. Todos nos preparábamos subiendo mantas y ropa de abrigos
que encontramos en los pisos del bloque a los áticos. Los que más sufrían este
frío eran Martina y Domingo; y los pequeños. Aún no os he hablado de los
pequeños.
Ana y Eduardo
eran dos hermanos, huérfanos a causa del holocausto, que cuidábamos y
enseñábamos entre todos. Siempre andaban en las faldas de Martina, que con el
paso de los días, se había convertido, junto con Domingo, en sus abuelos. Ana
tenía ocho años, era rubia con el pelo rizado, ojos marrones, delgada y con la
cara llena de pecas. La encontraron encerrada en el ascensor con su hermano el “Día D”. Los primeros días después de su
rescate, los pasó enclaustrada con el pequeño en uno de los áticos. No comían,
apenas dormían y lloraban durante largas horas. Eduardo tardó menos en salir e
integrarse con los demás. Es un niño rechoncho, de mejillas coloradas, pelo
castaño, bajito para su edad y muy cariñoso. Enseguida cogía confianza con las
personas y le costó menos habituarse a las nuevas caras. Salió una semana antes
que su hermana de la habitación que se les asignó, en el ático donde se
encontraban Martina y Domingo. Pienso que era lo más complicado de todo, los
niños. ¿Cómo explicarles lo que había sucedido? ¿Cómo decirles que era casi
imposible que volvieran a ver con vida a sus padres?
A
mí la verdad que nunca me habían gustado los niños, me parecían ruidosos,
molestos y por lo general mal educados. (Culpa de los padres, sin duda) Pero me
encariñé con estos dos. Ahora eran como hermanos pequeños para mí. Pasábamos
largas tardes los cuatro; los dos pequeños, Sara y yo. Les contábamos anécdotas
de antes de la plaga, otras veces contábamos historias inventadas, y si el
riesgo era bajo, les cantaba alguna canción con la guitarra. A momentos creía
que todo era normal. Era casi como tener una familia en la que Sara y yo
hacíamos el papel de padres. Pero después de lo sucedido con Sara, me había
distanciado bastante de los pequeños a la vez que de Sara y los demás. Pasaba
largas horas en mi piso trazando el plan que teníamos previsto para principios
de diciembre. Apenas bajaba a la zona común y me quedaba las pocas horas de luz
que había al día leyendo frente al mirador. Al menos una vez al día Carlos o
Alba se pasaban por el piso a ver si estaba bien y a traerme comida y agua. Me
decían que les tenía bastante preocupados, que debería volver a las zonas
comunes. Los niños preguntaban por mí todos los días y decían que veían a Sara
muy baja de ánimos. Alba se quedaba más tiempo conmigo para hacerme entrar en
razón, hasta que me hartaba y le pedía amablemente que se fuera. No me gustaba
que me psicoanalizaran, aunque sé que lo hacía con su mejor intención.
Pasaba
las horas muertas leyendo todo lo que tenía por casa. Devoraba libros en
cuestión de horas. Algunos me trajeron nostalgia ya sea porque fueran tiempo
atrás de mis padres o bien porque fueran regalo de ellos. Tenía su habitación
cerrada. Ni siquiera saqué la ropa para llevársela a los demás refugiados.
Estaba todo intacto; la cama hecha, el libro que leían por entonces reposando
en sus mesillas de noche esperando a que lo terminaran, y además frente a la
cama, un gran espejo. En uno de esos días de enclaustramiento me puse frente al
espejo. No era la persona que recordaba ser. Tenía una horrible barba de
adolescente, el pelo sucio, las ropas manchadas. Había envejecido años en tan
solo unos meses. Aquella persona que me devolvía la mirada no era la misma que
yo conocía. Había cambiado, y sólo era el principio…