miércoles, 16 de octubre de 2013

Capitulo 9 "Roto" (Sujeto #1)



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Cuando salimos de la reunión con respecto a la salida que haríamos por los túneles del metro, subí a mi casa. No me apetecía estar con nadie que no fuera Sara. No me gusta hablar mucho de mis sentimientos… Creo que para sobrevivir no hay que pensar demasiado en lo que perdimos, no podemos vivir en el pasado… Pero aquella casa atraía recuerdos de mi antigua vida. Ya os dije que vivía con mis padres, era hijo único así que estaba muy unido a ellos, éramos una familia modesta, de clase media, nos gustaba viajar, conocer lugares nuevos. He de confesar que era un adolescente bastante problemático, drogas, fiestas, chicas… No sé bien cómo supieron encarrilarme y hacerme entrar en razón. En ese momento me paré a pensar, cuando entré en la puerta de mi casa, que nunca más me recibirían. Nunca mas volvería a discutir o a reír con ellos, a tomar unas cervezas con mi padre, a darle un nieto a mi madre, jamás verían si me habría convertido o no en un hombre de provecho, con un buen trabajo, una preciosa mujer y unos adorables niños… Sé que era lo que esperaban de mí y ahora nunca lo tendrán. A veces tenía la pequeña esperanza de que siguieran vivos, pero pasaban los días y nadie venía a buscarme. Recuerdo que las mañanas de sábado antes de todo esto, me levantaba con el olor que salía de la cocina. Huevos fritos, bacón, tostadas con quesitos, paté, embutido. Desayunábamos los tres juntos, sin prisa. Los domingos eran aún más especiales, cuando había mundial de motociclismo, me sentaba con mi padre en el salón a disfrutar de las carreras… Nos encantaba.
Al recordar estas cosas, me derrumbé. Me senté en el sillón favorito de mi padre y estuve horas llorando hasta que me quedé dormido. A la mañana siguiente cuando desperté, pensé que todavía era de noche, el invierno se acercaba y los días grises empezaban a abundar, el Sol poco a poco nos iba dando la espalda y comenzaba a recibirnos el frío. Todos nos preparábamos subiendo mantas y ropa de abrigos que encontramos en los pisos del bloque a los áticos. Los que más sufrían este frío eran Martina y Domingo; y los pequeños. Aún no os he hablado de los pequeños.
Ana y Eduardo eran dos hermanos, huérfanos a causa del holocausto, que cuidábamos y enseñábamos entre todos. Siempre andaban en las faldas de Martina, que con el paso de los días, se había convertido, junto con Domingo, en sus abuelos. Ana tenía ocho años, era rubia con el pelo rizado, ojos marrones, delgada y con la cara llena de pecas. La encontraron encerrada en el ascensor con su hermano el “Día D”. Los primeros días después de su rescate, los pasó enclaustrada con el pequeño en uno de los áticos. No comían, apenas dormían y lloraban durante largas horas. Eduardo tardó menos en salir e integrarse con los demás. Es un niño rechoncho, de mejillas coloradas, pelo castaño, bajito para su edad y muy cariñoso. Enseguida cogía confianza con las personas y le costó menos habituarse a las nuevas caras. Salió una semana antes que su hermana de la habitación que se les asignó, en el ático donde se encontraban Martina y Domingo. Pienso que era lo más complicado de todo, los niños. ¿Cómo explicarles lo que había sucedido? ¿Cómo decirles que era casi imposible que volvieran a ver con vida a sus padres?
                A mí la verdad que nunca me habían gustado los niños, me parecían ruidosos, molestos y por lo general mal educados. (Culpa de los padres, sin duda) Pero me encariñé con estos dos. Ahora eran como hermanos pequeños para mí. Pasábamos largas tardes los cuatro; los dos pequeños, Sara y yo. Les contábamos anécdotas de antes de la plaga, otras veces contábamos historias inventadas, y si el riesgo era bajo, les cantaba alguna canción con la guitarra. A momentos creía que todo era normal. Era casi como tener una familia en la que Sara y yo hacíamos el papel de padres. Pero después de lo sucedido con Sara, me había distanciado bastante de los pequeños a la vez que de Sara y los demás. Pasaba largas horas en mi piso trazando el plan que teníamos previsto para principios de diciembre. Apenas bajaba a la zona común y me quedaba las pocas horas de luz que había al día leyendo frente al mirador. Al menos una vez al día Carlos o Alba se pasaban por el piso a ver si estaba bien y a traerme comida y agua. Me decían que les tenía bastante preocupados, que debería volver a las zonas comunes. Los niños preguntaban por mí todos los días y decían que veían a Sara muy baja de ánimos. Alba se quedaba más tiempo conmigo para hacerme entrar en razón, hasta que me hartaba y le pedía amablemente que se fuera. No me gustaba que me psicoanalizaran, aunque sé que lo hacía con su mejor intención.
                Pasaba las horas muertas leyendo todo lo que tenía por casa. Devoraba libros en cuestión de horas. Algunos me trajeron nostalgia ya sea porque fueran tiempo atrás de mis padres o bien porque fueran regalo de ellos. Tenía su habitación cerrada. Ni siquiera saqué la ropa para llevársela a los demás refugiados. Estaba todo intacto; la cama hecha, el libro que leían por entonces reposando en sus mesillas de noche esperando a que lo terminaran, y además frente a la cama, un gran espejo. En uno de esos días de enclaustramiento me puse frente al espejo. No era la persona que recordaba ser. Tenía una horrible barba de adolescente, el pelo sucio, las ropas manchadas. Había envejecido años en tan solo unos meses. Aquella persona que me devolvía la mirada no era la misma que yo conocía. Había cambiado, y sólo era el principio…
 

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